12 de octubre
LA PROCLAMA: POR UN PAÍS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
“Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo
vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los
olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los
indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después,
eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para
quedarse. Menos razones, tendrían muy pronto los nativos para querer que se
quedaran.
Túquerres. |
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los
reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por
un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su
llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano,
había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le
pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los
nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran
hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto
tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos
cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los
collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y
que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel
esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a
ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos
murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos
murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de
ambos no acabamos de saber quiénes somos.
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó
entonces. Los incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado
legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas
para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y
archivos y memoriales de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de
Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el
jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño
natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en
pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes
y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban
en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos se
extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto
viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce
mil altos varias comunidades de diversas lenguas y culturas distintas, y con
sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de estado, ni
unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de
vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y
educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y
alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte
a la vida cotidiana —que tal vez sea el destino superiores de las artes— y lo
consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como
en el modo de ser.
Cartagena |
El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos
un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles
los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para
dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con
doblones de a Cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la
Colonia, y el origen real de lo que somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los
españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y
un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran
semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país
centralista y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad nacional en el
sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista
de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio.
Los tres o Cuatro millones de indios que
encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de los
conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el
mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible.
Barú |
Los miles de esclavos africanos, traídos por la
fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una
tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y
nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto
patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de
cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos,
mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de
mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos
criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos
cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para Ingresar en
colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma; no
tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se
consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de
blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad
de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social
del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y las violencias raciales.
Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los
hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de
muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera
oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes
románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauró una
república moderna de buenas Intenciones, pero no logró eliminar los residuos de
la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón
Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros
españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula
Santander, a los 28, hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá,
inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república
propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y
artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del
siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas
conmociones políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo
de nuestra historia.
Cartagena |
Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese
sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a
buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión
superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de
ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil
para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas
contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de
encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca
de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores
convencidos por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de
ciudades fantásticas construidas en oro puro. A todos los descaminaron con la
fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada
con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional,
utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos
talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos
con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles:
fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el
ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos.
Todo lo contrario: los buscamos.
De unos cinco millones de colombianos que viven en
el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la
temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones,
haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se
les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja
morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron
tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.
Melbourne |
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas
de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón. Las
cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de
actos patrióticos para exaltar lo que afloran de la tierra distante, inclusive
sus defectos. En las ciudades menos pensadas de cualquier país puede
encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de una calle
cualquiera de Colombia: las casas de colores intensos, la funda con el nombre
de la ciudad amada, el salón de cine en español, la escuela 20 de Julio junto a
la cantina 7 de Agosto con sus chorros de músicas enloquecidas, la plaza de árboles
polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.
La paradoja es que estos conquistadores
nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los
libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las
doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al
aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes,
para borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía
escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación
islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario,
volvieron a proponérselo con políticas de migraciones masivas para enriquecer
la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico
de los (demonios exteriores. Aun hoy estamos lejos de imaginar cuánto; dependemos
del vasto mundo que ignoramos.) Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos
desgastado luchando
contra los síntomas mientras las causas se
eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la
historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan
vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan
glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la
historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por
parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educación conformista y
represiva no parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un
país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de
ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe
la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la
clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo
que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los
textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los
adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar
en lo que le gusta, y sólo en eso.
Túquerres |
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria
densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad.
Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor
y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota.
Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos
intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados,
pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón
la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o
una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo.
Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto
sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la
desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos
unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo
pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo
pierde el corazón. Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la
realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo
a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan
muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada
uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la
impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el
alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para
violarías sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos
de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales
cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales,
y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta.
Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir
que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos,
de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas
mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos
de ambos extremos. Llegado el caso —y Dios nos libre— todos somos capaces de
todo.
Tal vez una reflexión más profunda nos permitirá
establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en
esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia.
Tal vez una más serena nos permitirá descubrir que nuestra violencia histórica
es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez
estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras
el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha
fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos
siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible,
mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun
contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad,
hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo
solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo.
Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara
con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
Niña de Guaitarilla |
La Misión de la Ciencia, Educación y Desarrollo no
ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación
que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como
nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación
desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo
modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se
quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y
conciba una ética —y tal vez una estética— para nuestro afán desaforado y
legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la
canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro
tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas.
Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos
despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda
oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel
Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los
niños.”
Tomado de
http://www.medellin.edu.co/sites/Educativo/Docentes/AcademiaTI/Grupos%20TIC%202010/Grupo%2044/Nelson%20Mendoza%20Arce/M%C3%B3dulo%203%20Estructuras%20y%20competencias%20del%20saber/Documento%20de%20los%20sabios.pdf
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