Auschwitz, 70 años. 27 de enero de 2015.

A propósito de "La educación después de Auschwitz" de Theodor Adorno.
¿Cómo es posible pensar como humanidad desde el sur de Colombia? ¿Cómo es posible pensar en el papel que la educación puede jugar para evitar otro Auschwitz si Colombia y Nariño mismo viven el horror de una guerra no declarada en las ciudades y el campo y de personas secuestradas, encerradas en la selva en medio de alambrados al estilo alemán o atadas mediante cadenas a los árboles, no durante 4 o 5 años como en esos inimaginables (porque no alcanzan a estar en nuestro dominio de existencia) campos de concentración europeos, sino durante diez, doce o más años, sin que eso implique necesariamente su liberación puesto que están de antemano condenados a muerte si tratan de escapar? ¿Por qué pensar Auschwitz entonces y no Colombia? ¿Por qué no pensar mejor en la educación como una exigencia para salir de la guerra en Colombia, país que, si se quiere pensar en términos de humanidad, produce desde hace décadas una de las peores mercancías para el mundo: drogas alucinógenas, con todo lo que eso ha implicado, implica e implicará en el reforzamiento de su guerra interior?

Es preferible pensar en el papel que la educación juega en el conflicto colombiano y el que estaría llamada a jugar, para contribuir a salir de él, basado en este caso en la propuesta de Adorno sobre cómo evitar algo que Europa fue incapaz de hacer a pesar de ser la cuna del intelectualismo ilustrado, madre de la educación y la pedagogía, y que permitió imbricar en Auschwitz: irracionalidad – violencia casi mítica – racionalidad moderna. La racionalidad moderna en la cual estaban puestas todas las esperanzas se ligó con la violencia irracional (como si la policía se hubiese puesto ¿se puso? del lado de los criminales) y se volvió cómplice de la gran barbarie alemana que encontró su máxima expresión en Auschwitz. Adorno plantea de alguna forma que ésta fatal imbricación se expandió universalmente al lenguaje y sistemas simbólicos de nuestra cultura, tal es el caso de Colombia, con la diferencia que Adorno no escribió ni para los verdugos de la crueldad sin nombre, ni para quienes sufrieron la barbarie puesto que ya estaban viejos o muertos, sino para quienes no tuvieron que luchar contra ella. En Colombia en cambio correspondería escribir para los dos: verdugos y sacrificados.

De manera parecida a Adorno, también se puede lanzar la queja al mundo del abandono a que está sometida la educación en Colombia, dedicada por más de una década a desarrollar competencias para la empleabilidad y pocas para ascender en humanidad. Rajada en ambas competencias, Colombia se debate entre el poco empleo, gran pobreza y crecimiento de ejércitos privados de gente armada, mal habida, dedicada a exterminar grupos humanos que han vivido por siglos dedicados a cultivar su tierra, pero que se oponen a sus planes de control territorial. La disputa por la tierra en Colombia para usos diferentes a la agricultura como minería, cultivos ilícitos y biocombustibles involucra a inversionistas, terratenientes, narcotraficantes y grupos armados ilegales y genera despojo, desplazamiento forzado de grupos de campesinos hacia las ciudades y una mayor concentración de la propiedad. No se mata a los campesinos por miles en cámaras de gas, se los mata por grupos, ipso facto o lenta pero irremediablemente de hambre y dolor por el desplazamiento forzado, y por los niños que se llevan la guerrilla y los paras para servir a sus intereses guerreros. El campesinado en Colombia lleva la peor parte, sin representación política de sus intereses, con frágiles y diezmadas organizaciones y dependencia total se sus cultivos para sobrevivir.

Adorno se refiere a los hechos monstruosos de Auschwitz fruto de una guerra que no alcanzó los 10 años; monstruosos también los hechos en Colombia que ya van llegando a los 70 años y que han dejado por todo el país ríos de sangre desde las viejas guerras entre liberales y conservadores, las de las guerrillas contra el estado y ahora las de guerrillas, paramilitares, bandas criminales y demás delincuentes contra toda expresión social.

El país no se puede olvidar de las masacres cometidas con la peor sevicia, por paramilitares: Segovia en 1988; la Mejor Esquina en 1988 en la cual mataron a muchas personas con violentas ráfagas que prácticamente partían en dos a sus víctimas; la Rochela en 1989; Mapiripán en la cual durante cinco días en junio de 1996 con su mejor estilo torturaban, desmembraban, evisceraban y degollaban a sus víctimas; el Aro en 1997;  Macapeyó en 2000 en la cual mataron a garrote, piedra y machete; Chengue en 2011, en la cual mataron a sus víctimas golpeándolas con morteros de hierro en la cabeza, apuñalándolas y degollándoles; El Salado en febrero de 2000, donde en horrendos tres días los paramilitares bebiendo y saqueando la población, violaban mujeres, torturaban, ahorcaban, degollaban, decapitaban, descuartizaban a sus habitantes con moto sierras y jugaban fútbol con las cabezas de sus víctimas; San José de Apartadó en 2005. Varias de estas masacres involucraron la complicidad del ejército colombiano.

Tampoco se puede olvidar el país de las masacres cometidas por la guerrilla: Tacueyó en 1985; Machuca en 1998 con 84 personas quemadas vivas tras la bomba al oleoducto; Bojayá en 2002 en la cual con cilindros bomba lanzados al interior de la iglesia donde se refugiaba la población mataron 119 personas; dos masacres de indígenas Awá en Nariño en 2009.

Todas estas masacres, más la violencia cotidiana de la cual dan buena cuenta la televisión, la radio, la prensa y las redes sociales, y de las cuales, de una u otra manera, somos víctimas, llevan a la población al límite de sus privaciones. El miedo es el común denominador de la vida cotidiana. 

Conocemos a verdugos y sacrificados, a víctimas y victimarios, es posible hasta convivir con ellos en la misma cuadra, en el mismo barrio porque no tienen el perfil físico del malo o del desquiciado, tienen rostros bonachones, tienen hijos, pero son capaces de provocar privaciones, desesperanza, indigencia y empobrecimiento de la gente en Colombia. Esto nos vuelve diferentes a la lejana Auschvitz y al texto de Adorno dirigido a quienes no produjeron ni vivieron el calvario.

Venga de donde viniere la barbarie en Colombia, a semejanza de Auschwitz los carniceros, muestran una total pérdida de respeto por la vida y también un monstruoso y enfermo gusto por el dolor ajeno. Arrastrados van, torturadores, víctimas y sobrevivientes a una inenarrable historia por cuanto hablar del número de muertos es un asunto fácil, pero haber vivido la horrible noche y sobrevivido a ella es incontable. Y en esto Mapiripán, El Salado y las demás masacres en Colombia, tienen en común la dimensión histórico - universal, que Adorno reclama, con razón, para Auschwitz.

Pero ¿qué es lo que permite al ser humano caer estrepitosamente a niveles infrahumanos? y ¿qué puede hacer la educación para contribuir a enrumbar el país por un sendero de paz que no para lograr mejores personas en una sociedad construida mediante un sistema inicuo, injusto, que menosprecia al más débil?

¿Cuál es el perfil psicológico de los asesinos colombianos, hijos en su mayoría, sino en su totalidad, de hogares con valores morales, creyentes en Dios? ¿Cuáles son los mecanismos que transforman un hombre en una máquina violenta e irreflexiva, sin ninguna misericordia, para poder actuar sobre ellos con la educación?

Porque las causas de tanta iniquidad no se deben buscar en las víctimas sino en los victimarios. “Los únicos culpables son quienes, sin misericordia, descargaron sobre ellos su odio y agresividad” (Adorno, 1993). Pero ¿es en ellos en quienes debe actuar la educación como una práctica reflexiva de sus acciones como plantea Adorno?

En El valor de educar (Savater, 1997) afirma que frente a la violencia, no se puede andar con hipocresía puesto que es inherente al ser humano y que así como hay una indeseable que la educación debe ayudar a prevenir, también hay otra inevitable que es necesario contribuir a encauzar. La violencia pasa de generación en generación: los jóvenes son violentos, porque también lo fueron sus padres, abuelos y tatarabuelos. La sociedad humana no puede existir exenta de violencia, puesto que es un componente de la condición humana, el cual debe ser, en palabras de Savater “compensado y mitigado racionalmente por el uso de nuestros impulsos no menos naturales de cooperación, concordia y ordenamiento pacífico” (Savater, 85). Es que en medio de tanta sevicia y abyección se nos olvida que lo que permite la pervivencia del ser humano en el planeta es precisamente el amor, no la guerra. En el Sentido de lo Humano (Maturana, 1997), afirma que el amor no es el resultado de lo social, de la convivencia sino al revés, lo social y la convivencia entre seres humanos surgen del amor. 

El amor dice Maturana no es ciego, es visionario, puesto que permite “ver” al otro y abrirle un espacio de existencia al lado de uno (Maturana, 313). No obstante el gusto por la posesión de las cosas del que los seres humanos hacemos gala, lleva a enajenarnos en la agresión para defender una cosa, una verdad, unos intereses particulares excluyendo al otro mediante su negación, desplazamiento o muerte. Es necesaria la reflexión producto de la educación que lleve a niños y jóvenes, y, posiblemente, a los agresores en proceso de reintegración, a entender que solo existimos en el mundo que creamos con el otro. Solo en este sentido Auschwitz toma entre nosotros ese sentido universal que Adorno quiere darle, y, esa lejana y vieja violencia tiene algo que ver con Colombia, aunque no hayamos conocido a alguno de los inmolados.  

La educación debe ayudar a entender que a la violencia, tarde o temprano, se responde con violencia, en una cadena cruel que la hace temible y evitable (Savater, 86). Bruno Bettelheim, citado por Savater, propone una línea a seguir por los maestros con sus estudiantes: “Si permitimos que los niños hablen francamente de sus tendencias agresivas, también llegarán a reconocer la índole temible de tales tendencias (…) De esta manera la educación puede inspirar el convencimiento de que para protegerse a uno mismo y para evitar experiencias temibles, hay que afrontar constructivamente  las tendencias a la violencia, tanto las propias como las ajenas” (Savater, 86, 87).

El rescate del amor, como el origen de la vida humana, y un enfoque realista, no hipócrita de la violencia en la educación, son esenciales dadas las características de la maldad a que se ha llegado y de la cual todos los colombianos, desde los más pequeños hasta los más viejos, somos testigos.

Adorno, T. (1993). La educación después de Auschwitz. En T. Adorno, Consignas (pág. 85). Buenos Aires: Amorrortu.
Maturana, H. (1997). El sentido de lo humano. Santiago de Chile: Comunicaciones noreste Ltda.
Savater, F. (1997). El valor de educar. Barcelona: Ariel.


(Este texto fue escrito para la Maestría en Pedagogía a petición de un docente)














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