A la memoria de Manuel Dueñas
Manuel Dueñas |
Estaba, sin haber sido invitado, en la oficina un poco oscura del director el cual, con mucho cuidado, organizaba sobre la mesa de reuniones dos pliegos de papel bond enrollados, dos rollos de cintas de enmascarar y algunos papelitos cuadrados de colores. Mientras tanto decía a la directora y a otras personas que estaban allí, que eso era para que los docentes pueda usarlos en sus clases.
Levantó la mirada de la
mesa, me vio y mientras venía hacia mí con aspecto afable como siempre lo hacía,
intuí dos cosas: una de su elegancia en el vestir con un terno azul de caída impecable,
ajustado perfectamente a su cuerpo, camisa blanca y corbata azul también, pero
más oscura, y, dos, que él había muerto hacía un tiempo y que había vuelto para
despedirse de mí.
Afectuosamente se acercó y
mientras me apretaba fuertemente la mano, refiriéndose a mis clases, susurró a
mi oído ¿Cuánto tiempo más nos a acompañar? Yo le contesté: hasta que ustedes
quieran. El soltó mi mano y se dirigió a la gran ventana de su oficina para
irse, tenía un vuelo programado a hacia alguna parte y la Chiva, con mucha gente
y llena de cachivaches, lo estaba esperando.
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