Perdido el pudor, boca arriba en el quirófano de la Clínica Hispanoamérica de Pasto, frente a frente con una enfermera quien, detrás de una pequeña ventana de observación, se hace la que no me ve, espero al anestesiólogo mientras aguanto el frío que parece llegar de unos paneles en el techo puestos precisamente para resfriarlo a uno a sabiendas de que luego por las heridas no podrá toser a gusto.
Enfermeras jóvenes van y vienen, hablando y riéndose de cosas simples, pequeños chismes de amigas, ningún comentario sobre los pacientes. Mientras revolotean a mi alrededor, me dedico a detallar las seis lámparas de forma hexagonal, escualizables, dispuestas encima de la mesa de operaciones en dos grupos de tres cada uno, que proyectan una potente luz direccionada al punto de operación por lo que se puede mirarlas directamente y disfrutar los colores rojos, azules, blancos de sus diminutas bombillas.
Una de las enfermeras me saluda: buenos días don Arturo ¿Se siente bien? Muy bien, le respondo.
Mientras direcciona las lámparas hacia mi
humanidad “humillada y vencida”, le cuenta a otra enfermera que no veo: imaginate,
yo que loca, salí en el carro por detrás de la Clínica para coger la Pana, no
crucé bien el volante y una llanta se subió al sardinel. Imaginate ese Spark,
que es como andar en una cáscara de huevo, ¡Qué peligro! Yo me meto en la
conversación y le digo: y es que esos sardineles de la Pana son altísimos y más
para un carro tan bajito como ese. Claaaro, me responde. Y agrega: Don Arturo,
vamos a dormir un ratico ¿bueno? De una, le respondí.
Enseguida me dice ¿Don Arturo? Ya está listo, todo salió bien. Yo
intento decir algo pero no puedo aclarar la garganta así que solo alzo mi brazo
derecho y levanto el pulgar para agradecerle, por lo menos con un gesto, el hecho de avisarme que la Laparoscopia, procedimiento con el cual me extirparon la vesícula, fue un éxito.
Y claro, no vi el túnel ni su luz encantadora, sino no estaría escribiendo
estas tonteras porque me hubiera ido detrás de ella.
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